Este espacio está dedicado preservar la memoria del matrimonio cartagenero formado por Salvador Fernández Martínez y Josefa Meroño Cegarra, además de la de sus hijos e hijas y sus respectivos cónyuges, así como la de otros parientes más o menos cercanos, a fin de mantener más vivos los lazos familiares entre todos sus descendientes.



lunes, 2 de octubre de 2017

Josefa Meroño, Carmen Meroño y familia



Una foto de familia

En pie, de izquierda a derecha: Arturo Gómez García (1877-1932), Elisa Fernández Meroño, Pedro Prado Mendizábal, una amiga de la familia, Lola Fernández Meroño.

Sentados, de izquierda a derecha: Josefa Meroño Cegarra, Carmen Meroño Cegarra, Salvador Fernández Martínez, Arturo Gómez Meroño (1911-1980) y José Fernández Meroño (sobre las rodillas de su primo Arturo).




Salvador Fernández Martínez

Arturo Gómez Meroño y José Fernández Meroño



Elisa Fernández Meroño y Carmen Meroño Cegarra


domingo, 1 de octubre de 2017

Una carta de Jorge Prado Fernández sobre José Fernández Meroño



Madrid, 19 de julio de 2002

Querido primo Jorge, querida familia:

Respecto a la primera carta (mi carta dirigida al tío Pepe, tu padre). Es una carta curiosa, no me acuerdo que edad podía tener yo entonces.

Al principio de nuestra guerra civil vivimos todos en Los Molinos (pueblo muy cercano a Cartagena). A mi padre lo destinaren a Cartagena como comandante del crucero Méndez Núñez (los marineros fieles a la República lo habían traído a Cartagena de la Guinea, donde se encontraba en el momento del alzamiento militar). Los bombardeos en Cartagena eran muy intensos, pues perseguían a la escuadra republicana, parte de los barcos de la cual fondeaban en el puerto de la ciudad, y para librarnos de ellos nos trasladaron a Los Molinos.

Alquilamos una casa, que aún existe enfrente del paso a nivel del ferrocarril (este paso creo que también existe aún a la entrada de Los Molinos). Toda la familia se trasladó a esta casa: los abuelos con los tíos Salvador y Pepe; la tía Josefina con Elo, Manolo y Salvador; y nosotros, mis padres, Alberto y yo.


Manolo y Salvador Hernando


La casa tenía un pequeño jardín , donde jugábamos todos los niños, incluyendo los de los vecinos. Me acuerdo que nuestro jardín estaba situado entre dos jardines laterales con sus respectivas casas. En uno estaba la casa de un médico republicano, don César —que luego tuvo que emigrar a América— y en el otro jardín, el más grande, la gran torre de don Arturo. En esta torre nos refugiábamos todos durante los bombardeos (se abrió una nueva puerta en nuestra cocina con salida al jardín de don Arturo y por ella salíamos todos corriendo en dirección a la torre cuando tocaba la sirena).

En esta casa pasamos unos meses difíciles y felices de nuestra temprana infancia. De ella tu padre se fue a la guerra. Yo entonces creo que tenía 5 o 6 años y tu padre 15 o 16.


Alberto y Jorge Prado

Frecuentábamos el colegio del pueblo y mi padre nos puso a todos los pequeños un maestro particular, hacíamos nuestros pinitos y por esta razón creo que mi carta està escrita anteriormente a estas fechas, pues deja mucho que desear.

De aquellos tiempos recuerdo que tu padre era un joven dinámico, inquieto, con una gran curiosidad por todo. En Los Molinos nos enseñaba muchas cosas a los pequeños. Me acuerdo, por ejemplo, del juego de guerra de los barcos, él mismo los hacía de papel. Se compenetraba mucho con nosotros, pero no nos dejaba pasar todo, pues éramos unos buenos elementos. Eso podía ser una de las causas de mi carta-rabieta, yo entonces también era un buen punto filipino.

En lo que se refiere a la novia Pepita lo más seguro es que fueran chiquilladas de niños. En cuando veíamos a los tíos Salvador o Pepe hablando con alguna chica, ya decíamos que eran sus novias.

Pepe era un joven revoltoso, aunque juicioso, inquieto y simpático. Era el menor de todos los hermanos y a menudo le reían sus gracias.

Me acuerdo del abuelo, ya muy mayor, correr detrás del tío con su bastón y todos nosotros, los pequeños, detrás del abuelo, gritando: «¡Dale, dale fuerte!». Fue un tiempo duro, pero para nosotros los pequeños muy feliz (por la edad) y del que me recuerdo bastante bien. Duró poco.

Te envío el texto que escribí sobre tu padre. La verdad que me da un poco de reparo y vergüenza, y no me puedo perdonar no habértelo dado en su debido momento. Lo tenía escrito unos días antes de nuestro viaje a Cartagena en un papelito. Vicenta me ha obligado a escribirlo en limpio. Refleja mis sentimientos hacia él y vuestra familia.

Don José Fernández Meroño

El tío Pepe, como cariñosamente le llamábamos los sobrinos y otros miembros de la familia, fue una bellísima persona, inteligente, instruido, sencillo y siempre dispuesto a ayudar a todos, aunque solo fuese con un consejo. Así era el tío Pepe.

Perteneció a una generación a la que le tocó vivir en tiempos muy difíciles. Con 17 años (quinta del biberón) fue llamado a las filas del Ejercito de la República aquí en Cartagena y poco tiempo después, al final de la Guerra Civil, todavía un chaval, pasó los Pirineos con las últimas unidades de este ejército para internarse en Francia.

En Francia pasó dificultades y calamidades, como muchos otros. Volvió a Cartagena, en los difíciles años de la postguerra. Creo una familia. Al final para encontrar trabajo y poder seguir manteniéndola família tuvo que marcharse a Terrassa, en Cataluña, con la ayuda de su mujer, familiares y amigos de aquellas tierras.

El tío Pepe formó una espléndida familia, muchos de los miembros de esa familia están hoy entre nosotros.

Quiso a Cataluña, pero nunca se olvidó de su Cartagena a la que amaba profundamente, cualquier noticia de Cartagena era interesante para él, por pequeña que fuese.

Por esta razón la idea de su hijo, hijas y de nuestros familiares de Terrassa, Barcelona, Zaragoza, de traer sus restos mortales (cenizas) a Cartagena y estar presentes aquí, en la ciudad que le vio nacer, su ciudad natal a la que tanto amaba, nos parece una buena idea, una bonita idea.

¡Gracias a todos!

Descanse en paz, querido tío, don José Fernàndez Meroño.

Saluda de mi parte y de Vicenta y Jorge (mi hijo) a tu madre Teresa, Tona, Albert, hermanas y a todas sus simpáticas familias.

Un abrazo,

Jorge


viernes, 6 de enero de 2017

Manolo Oliden Jiménez



Manolo Oliden (2007).



El Salvador,  la revista de antiguos alumnos de los colegios del Salvador y Jesús Maria - El Salvador, en su edición de 2012, publicaba esta necrológica de Manuel Oliden Jiménez, firmada por Leopoldo Abadía.

Sin duda, esta semblanza, pese a ser muy breve, refleja muy bien su personalidad.


IN MEMORIAM

El pasado 11 de septiembre falleció en Zaragoza nuestro compañero D. Manuel
Olidén Jiménez (p. 1949). Fue Presidente de nuestra Asociación, y en 2005 fue
nombrado Presidente Honorario, y se le concedió la Insignia de Oro de nuestra
Asociación.

ME DA PENA

Se me ha muerto un amigo. Manolo Oliden y yo fuimos por primera vez al Colegio del Salvador hace muchos años. Él era muy listo. Era, además, muy divertido, el clásico chaval majo con el que te entiendes bien.

Acabamos el bachillerato en 1949. Manolo se fue a Madrid y yo, a Barcelona. Él estudió Ingeniero de Caminos, carrera de alto nivel en aquella época, y, de paso, Ciencias Económicas, que tampoco está mal. Porque antes he dicho que Manolo era muy listo, pero no he dicho que también era muy trabajador.

Estuvimos muchos años sin vernos, con contactos esporádicos, porque cada uno fuimos por nuestro camino.

Yo sabía de su ilusión por sacar adelante la Asociación de Antiguos Alumnos del Colegio y los esfuerzos que hacía para que los del 49 siguiésemos siendo amigos.

Pasaron más años. Llegó 1999. 50 años, ¡Dios mío! ¡Cómo pasa el tiempo! Manolo organizó un festejo por todo lo alto, que empezó con una Misa en nuestro Colegio y que acabó en Roma. Y allí fuimos mi mujer y yo, con la duda de si seguiríamos siendo amigos de aquellos chavales que ahora eran unos señores mayores, con la duda de si nuestras mujeres “encajarían” y con la duda de si nos reconoceríamos, porque no sé si sabéis que, en 50 años, la gente cambia.

Hay quien dice que cambia a peor. ¡No es verdad! En nuestro caso, la gente de nuestra promoción había cambiado a mejor. Nuestras mujeres, felices, nosotros, felices...Y, en medio de tanta felicidad, Manolo, que, con su alegría, sus discursos, su preocupación por que todo saliera bien, demostraba, una vez más, que es verdad aquello de “para servir, servir”. O sea, para ser útil, para sacar algo adelante, hay que ponerse el último de la fila y dedicar todas las energías a hacer que los demás sean felices.

Desde las Bodas de Oro, nos reencontramos. Mi mujer y yo fuimos a verles a Rosas, donde Mari, su maravillosa mujer, me decía, guiñando un ojo: «Ahora dirá que ese espigón lo hizo él». Y, como es natural, lo decía, con la ilusión de quien hizo un buen trabajo y presume (¡Bendita vanidad!) de ese trabajo y, sobre todo, de lo bien que le salió, después de matarse de trabajar.

Ahora, Manolo se nos ha ido al Cielo. Entro en San Siro y me falta algo. Y, en el corazón, también me falta algo. Yo ya sé que la gente se muere. También sé estoy seguro de que Dios le ha premiado todas las cosas buenas que hizo en este mundo, que fueron muchas. También sé que, desde el Cielo, sigue ayudando a Mari y a sus hijos y a sus nietos, más todavía que cuando estaba aquí. Y que nos ayuda a los de su promoción.

Y que la Virgen del Colegio le ha dado un abrazo de madre.

Pero me da pena.

Barcelona, septiembre de 2012

Leopoldo Abadía Pocino (p. 1949)