Este espacio está dedicado preservar la memoria del matrimonio cartagenero formado por Salvador Fernández Martínez y Josefa Meroño Cegarra, además de la de sus hijos e hijas y sus respectivos cónyuges, así como la de otros parientes más o menos cercanos, a fin de mantener más vivos los lazos familiares entre todos sus descendientes.



martes, 2 de agosto de 2011

Una reflexión sobre estas notas biográficas

Guardo el recuerdo de ciertos días especiales en mi niñez. Como todos los niños, pero mis recuerdos no son ni el de algún día de mi santo ni el de alguno de mis cumpleaños ni siquiera de uno de reyes. Recuerdo especialmente días como aquel en que mi padre empezó a construir un pesebre que nunca sería superado, aquellos de semana santa en que llegaba el tío Fernando desde Figueras con toda su familia, aquel en que el tío Salvador me llevó a los toros para consolarme de una heridilla que me había hecho o aquel en el que dormí con la tía Josefina en su cama porque en mi casa estaban de parto…

Mi padre construyó ese pesebre que he mencionado ensamblando primero unos listones de madera, luego, en días sucesivos, superpuso a esa estructura papel de periódico mojado, después la cubrió con escayola y cuando estuvo seca la pintó. En resultado fue una cueva de Belén, inserta en una montaña. A su alrededor, y por encima, colocó esas casitas blancas de techos semiesféricos, árboles y una multitud de figurillas de barro cocido…

Respecto al tío Fernando, recuerdo que un año por Semana Santa, nada más llegar, nos reunió a toda la chiquillería y entramos en una confitería de las Puertas de Murcia de donde salimos cargados de golosinas --que supongo que mi madre me requisó-- y otra día nos llevó a toda la familia a comer al Gran Hotel donde probé por primera vez la rareza que era entonces el agua mineral con gas. Y lo simpática que era Marilola con quién yo decía que me casaría cuando fuera mayor… Y la visita de la prima Montserrat Deulofeu que, para mi sorpresa, se llamaba igual que la virgen que había en la cabecera de la cama de mis padres…

Hay imágenes que tengo grabadas como el día que me encontré con mi primo Salvadorete en medio de la calle xxx, siempre solitaria, de frente y por sorpresa. Una cosa bien vulgar, ¿verdad?, pero lo estoy viendo en mi mente como en una fotografía.

O un día en que con mi madre fuimos de visita a casa de mi primo Manolo, el de Maruja, y estuve jugando mucho rato con José Manuel, pocos días antes de marchar de Cartagena… y era muy consciente que no volvería a verle en años. O el día en que Manolo, el de Eloísa, nos enseñó un montón de cosas que había traído de Estados Unidos y me regaló un descapotable que funcionaba con pilas. O cuando mi primo Alberto llegó de Rusia y estaba sentado en un sillón rojo de mi casa leyendo un libro en alfabeto cirílico, o el día en que mi madre y Carmen, que me pareció guapísima, fueron a la Iglesia a ver los pasos y yo les acompañé.

¡Hay tantas imágenes y escenas de ese tipo grabadas en mi mente! Pero hay una que corresponde a una situación que me marcó especialmente. Fue en el piso de la tía Josefina. Primero entre cuatro hombres subieron por las escaleras a mi abuela Pepa, sentada en un sillón. Luego debieron subir de la misma manera a sus hermanas. Y, por fin, las tres abuelas quedaron sentadas al fondo del salón rodeadas de sus hijos e hijas, sobrinos y sobrinas, nietos y nietas. ¿Cómo explicarlo? Ese día nació mi concepto de lo que es una familia, un concepto –en este tiempo de familias monoparentales— quizá totalmente anacrónico, lo sé.

Esos fueron los días especiales de mi infancia. No aquellos en los que pude recibir algún regalo o atención, sino aquellos en los que sentí la vinculación familiar con emoción intensa. Y el alejamiento prolongado y la nostalgia los convirtieron en míticos.

El tiempo pasa y uno se da cuenta que el día menos pensado puede dejar este mundo sin dejar testimonio de esas vivencias a los que nos sucederán. Por eso, un día, no hace mucho, cuando en casa de Marilola y Manolo, en Rosas, viví una de esos días inolvidables, dije que escribiría un libro sobre la familia.

Escribir un libro así –lo he comprobado— no es fácil, nuestra vida, la vida de las personas normales y corrientes se compone de un hecho o dos destacables, a lo sumo, y de un montón de días normales y corrientes.

¿Explicar anécdotas? No sé. Explicadas por la misma persona que las tuvo, o por sus más allegados, a la familia, pudieron ser graciosas o sorprendentes. Explicadas por otros, descontextualizadas, pueden resultar irrelevantes o, aún peor, irrespetuosas.

En el caso de los hombres se puede mencionar la vida profesional, en el de las mujeres –las mujeres al estilo de antes— ni siquiera eso, su vida es la de madre de familia, conocida de todos, no idéntica para cada mujer, pero paralela en lo esencial: atender al marido, cuidar de la casa, tener y criar a los hijos. ¿Me equivoco?

Lo interesante sería, además, describir a la persona en su psicología, analizar los motivos de su conducta, evaluar si alcanzó al final de su vida los objetivos que se marcó en su juventud y esa es una tarea que me veo incapaz de realizar y que, quizá, en el caso de ser capaz de hacerla me haría traspasar los límites de aquello que debe permanecer en la esfera de lo íntimo.

En fin, en este espacio virtual, quiero trazar, brevemente, en simples perfiles, lo que sé y –sobre todo— aquello que me hicieron saber sobre la familia… Y poner fotos, muchas fotos, para que nuestros recuerdos perduren un poco más nítidos y para que nuestros hijos sepan cómo eran algunos de sus antepasados y para que quizá entrevean algún rasgo de estos en sus propios rostros. 

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